Según salió del portal sintió la brisa fría que azotaba cada mañana su escondida y oscura callejuela. Sus pasos sonaban en cada calle aledaña. Quizás tenía frío y por eso apretó los puños que estaban agarrando el cuello largo de su extensa gabardina. Miró a la derecha. Cruzó la calle.
Pasó por delante de la bodega. Sólo alcanzó a mirar que había poca gente, no le dio mucha importancia. Otra brisa logró recorrer sus tobillos, los cuales dieron un pequeño pataleo para intentar inútilmente calentarse.
De pronto el aire que chocaba contra su espalda vino con un olor a puro. Oyó un grito: “¡Eh!”. Se dio la vuelta. Interpretó que la estaban llamando a ella, no había nadie más en la estrecha calle. Era un hombre a la puerta de la bodega. Tenía las piernas cruzadas y una de ellas apoyada en la pared. Era un hombre poco cuidado, con barba a medio salir, despeinado y muy mal vestido.
“Guapa”, piropeó. Ella hizo caso omiso y se dio la vuelta para seguir caminando. Entonces le oye de nuevo: “Vaya piernas tienes”. A ella le gustaban los piropos, pero de sus conocidos. No se esforzó en girarse para contestarle algo o quizás solamente para decírselo con la mirada. De pronto unos pasos se acercaron sigilosa pero rápidamente corriendo hacia ella.
Su cabeza insinuó que debía salir corriendo, pero ella se quedó parada, aún sin saber por qué razón lo hizo.
El hombre se acercó bruscamente a su cuello, susurrando y haciéndole caricias. Olía a alcohol y a tabaco del fuerte. Ella procuró despegarse de él, pero no podía. “Vamos a esta calle” le dijo él, llevándosela inmovilizada a un callejón detrás de unos contenedores de basura.
Ya se había acabado. Ella lo sabía, lo sentía. Sus últimas palabras fueron entre voces y gemidos, y algún que otro llanto, hasta que el silencio total se hizo.
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