El muchacho sentado en la arena miraba el océano con sus grandes ojos negros. Su pelo era oscuro, y su piel morena hacía resaltar más el color naranja de su pantalón corto.
Estaba allí inmóvil y mirando hacia el futuro, el otro continente, que para su mente de apenas trece años estaba sólo a un salto.
-¡Mohamed!. Una voz de mujer lo sacó de sus pensamientos. Debía volver, su madre le necesitaba. A menudo tenía que cuidar de sus tres hermanos menores, o ir en busca de las cabras a algún lugar indicado. La vida es dura en Marruecos. Los sueños se borran entre la bruma y la escasez.
-¡Si yo tuviera una tele, o una radio! -pero en la pequeña aldea no había ni luz eléctrica.
Mohamed jugaba con latas y palos, pero por las noches, tumbado en su estera, soñaba con cruzar. Se imaginaba en la patera. No importaban las condiciones. Podía sentir cómo el agua salada salpicaba su cara, y cómo la brisa le hacía cerrar los ojos.
Tenía que hacerlo, por él y por los suyos. En Europa estaba su futuro. Si conseguía llegar tal vez ya no lo deportarían. Otros tenían que ayudarle.
Aquella mañana el niño se levantó más temprano que nunca. Casi no se veía. Sólo los bultos negros en la playa. Hombres, mujeres y niños -bebés algunos-, silenciosos. Mohamed se coló entre ellos. ¡Era la ocasión!. Sin dudarlo y escuchando los latidos acelerados de su corazón se subió a la patera. Se acurrucó en el suelo, entre dos mujeres jóvenes. Apenas podía respirar, mitad angustia, mitad emoción. Cuando el sol empezó a lucir en el cielo, Mohamed divisaba a lo lejos las pequeñas casitas de su aldea, y tan sólo abrió su boca para decir: “Lo hago por todos. Lo voy a conseguir”.
Rodrigo Fernández Pérez