Y
tras tomar aire (quince estrechos días), quizás pueda seguir contándoles el
hecho más asombroso de todos los que me han acontecido sobre las carnes. Ayer
caí en la cuenta, se lo digo. No se sabe a ciencia cierta (me encantaría
decirle un par de cosas a ese que determina: esta ciencia es cierta, esta no,
esta un poco) cuantos fotogramas por segundo procesa nuestro cerebro. Sin
embargo es fácil comprobar con la ayuda de un cronómetro que no vemos
nítidamente ni siquiera las centésimas de segundo. La pregunta es, si no somos
capaces de ver qué sucede entre la centésima cuatro y la cinco, ¿cómo íbamos,
insolentes verbeneros, creer una sola sucesión de acontecimientos?
Esto,
amor mío, me ha abierto los ojos. Y nunca mejor dicho: ahora lo veo todo mucho
más claro. No es que estés lejos de mí siempre, es que estás allí, quizás,
treinta o cuarenta veces por segundo. Y mi cerebro ignorante hace el resto. Los
demás, los infinitos momentos que separan esas veces en las que mi cerebro
capta que estás lejos, estás aquí, conmigo, acariciando una guitarra y
repasando las vidas y las obras de Monet o Renoir, por ejemplo. Claro, ahora lo
entiendo todo. Entiendo esa chispita que a veces capto, que a veces se asoma
por uno de esos marcos que tratan de ser el engaño. Entiendo que se me clave en
la sien uno de tus brazos tardíos, que se me nuble un trocito de la vista por
tus mechones más perezosos. Es tan difícil engañarme, a mí, perspicaz
investigador y detective. Lo hiciste por un tiempo, sí, pero ya sabemos que eso
del tiempo es relativo y para la historia quedará negado. Amor mío, te he
pillado. Te he cogido con las manos en la masa de esas tortas riquísimas con
las que me encandilas cien y doscientas y trescientas veces por segundo, yendo
y volviendo de tantos y tantos países, veloz como tú eres, en un constante ir y
venir entre la que fuiste y la que serás cuando se me acostumbre la vista a
este cansado juego.