En el aeropuerto de la ciudad gris nadie lo sabía, pero desde hacía unas semanas, Ramírez, el que hasta entonces había sido el señor de la limpieza de la terminal, había sido sustituido por un pequeño hombre de culo bajo y larga nariz que no era sino el mismo diablo. Todo comenzó cuando varios ejecutivos trajeados sufrieron caídas en las zonas de suelo recién fregado. No hubiese sido algo inusual, ya que la prisa constante de los ejecutivos les traía esos accidentes, si no fuese porque con el paso de los días cada vez se veían menos ejecutivos, y los pocos que se veían acaban por resbalar en los suelos fregados, y nunca más se les volvía a ver en el aeropuerto. La situación se volvió de histeria colectiva cuando no sólo los ejecutivos, sino también las familias más apresuradas, empezaron a sucumbir al resbaladizo suelo por el que acababa de pasar su fregona el nuevo señor de la limpieza. Lo más preocupante de todo era que según aumentaba el número de resbalones, disminuía el número de familias que corrían de un lado para otro de la terminal, impacientes, buscando su puerta de embarque.
Había quien decía que los resbalones hacían que a los viajeros abstenerse de volver a utilizar ese aeropuerto, pero sin duda la explicación más racional era pensar que el misterioso señor de la limpieza poseía poderes diabólicos, y cuando alguien resbalaba en los suelos que el fregaba, su lejía les arrebataba el alma, que iba a parar al cubo de lejía que él removía sin cesar. Llegó un momento en que se prohibió a los viajeros llevar ningún tipo de basura en todo el aeropuerto, para evitar que el señor de la limpieza tuviese que fregar. Pero aún así el diablo siguió arrastrando su fregona por todos los rincones de la terminal, sin importar que ya estuviesen relucientes. No había escapatoria.
Aunque los viajeros se esforzasen en transitar por zonas no mojadas les era imposible, porque el diabólico señor de la limpieza conseguía fregar todo el suelo de la terminal en escasos minutos. Nadie sobrevivía a los suelos mojados. Personas de cualquier edad, sexo y condición social siempre acababan cayendo sobre las baldosas, cuando se dejaban llevar por sus prisas. Misteriosamente, sólo los mansos y pacientes conseguían atravesar la terminal sin problemas. Cuanta más gente caía, con más almas se quedaba el diablo. El pánico cundió entre los directores del aeropuerto. No podían despedir al señor de la limpieza, pues todos temían sus misteriosos poderes. Además, tampoco podían acercársele, puesto que también ellos eran hombres con mucha prisa y sucumbirían al suelo mojado.
Un día un tranquilo ancianito que viajaba a New Jersey con una cámara de fotos y un violín dio con la manera de acabar con el señor de la limpieza y su genocidio de viajeros apresurados. El anciano se acercó con paso lento y sin ningún apresuramiento y le dijo: “Creo que no eres capaz de fregar esta terminal en diez minutos”. El diablo cogió su fregona, y sin apenas esfuerzo, recorrió la terminal a toda velocidad, y en menos de siete minutos todos los suelos estaban brillantes. “No ha estado mal”. Sentenció el anciano. “Pero estoy seguro de que no limpiarías esta terminal en menos de cinco minutos”. De nuevo, el diablo cogió su fregona, la mojó bien, y a una velocidad asombrosa, bañó de lejía hasta la última baldosa de la terminal justo antes de terminar el tercer minuto. “Eres bueno”. Dijo el anciano. “Mas puedo asegurar que tú, señor de la limpieza no puedes dejar reluciente la terminal en menos de un minuto. Ni un segundo más”. El diablo enrojeció. Cogió con fuerza su fregona y, aunque no había ni una mota de polvo en toda la terminal, volvió a mojarlo en su lejía ladrona de almas. Cogió carrerilla. Corrió a una velocidad sobrehumana, tan vertiginosa que el anciano no podía distinguir sus formas mientras pasaba por los suelos que ya había fregado antes dos veces. Pasaron cuarenta segundos. Cincuenta. Cincuenta y cinco… Aun sin poder ver más que no ser más que una mancha borrosa, parecía que el diablo iba terminar…De repente el anciano vio al señor de la limpieza en el suelo, tras haber resbalado en su propia lejía por haber llevado demasiada prisa. Entre un grito de rabia, el diablo se deshizo en un charco de lejía.
Satisfecho, el anciano caminó tranquilo hasta el cubo del derrotado diablo, y lo volcó sobre el suelo de la terminal. Las almas de los viajeros volvieron a sus dueños, e inmediatamente la terminal se volvió a llenar. Pero esta vez los que entraban olvidaron sus prisas, y los viajeros aprendieron a tomarse sus viajes con más calma. Porque ya sabes, pasito a pasito se hace el caminito…
Juan Fuertes C.