martes, 20 de noviembre de 2012

Mi niña...


Hoy me mira con la más dulce ignorancia. La misma que en mis ojos habitaba cuando con tres añitos la vi nacer. Era tan chiquitita que parecía un juguete. Y hoy al recordarla tan diminuta y delicada aún se me saltan las lágrimas. Me asaltan recuerdos de toda una infancia unidas, enseñándole a patinar, paseando de la mano, contándonos mil secretos y millones de historias... Ella siempre con sus dos coletitas, de las cuales colgaban con gracia miles de tirabuzones del color de la miel. Recuerdo cómo con su aguda voz reía, y lo feliz que le hacía con simplemente comprarle unos dulces. 
Pero hoy nada sigue igual. El efecto del tiempo ha pasado por ambas. Sus ojos color praliné se ven adornados por una fina línea negra que repasa todo su contorno, y los graciosos rizos han sido sustituidos por unos cabellos lisos. Mi niña se ha hecho grande. En su mirada veo reflejadas mis pupilas inundadas. Todos esos años juntas acaban de pasar como un relámpago por mi mente, y ella lo ignora. Me apresuro a sonreír, la abrazo y le pido que confíe en mí para cualquier cosa por insignificante que sea. La acompaño hasta la puerta, conteniendo mil palabras que desearía decirle en ese instante. Finalmente suelto un “Que te diviertas, y ten cuidado”. Ella se gira y me sonríe. Contesta: “Siempre”, y la miro alejarse, mientras imagino las cosas horribles que le pueden suceder mientras no esté conmigo... sin embargo ella es feliz, y en todo caso yo también debería sentirme así.
Sin embargo, otra sensación me invade en ese instante: Siento que he de cuidarla con todo mi empeño, y quererla como a una hermana. Es mi niña, y como ella no hay otra.


Carmen Rodríguez García

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