Hoy me mira
con la más dulce ignorancia. La misma que en mis ojos habitaba cuando con tres
añitos la vi nacer. Era tan chiquitita que parecía un juguete. Y hoy al
recordarla tan diminuta y delicada aún se me saltan las lágrimas. Me asaltan
recuerdos de toda una infancia unidas, enseñándole a patinar, paseando de la
mano, contándonos mil secretos y millones de historias... Ella siempre con sus
dos coletitas, de las cuales colgaban con gracia miles de tirabuzones del color
de la miel. Recuerdo cómo con su aguda voz reía, y lo feliz que le hacía con
simplemente comprarle unos dulces.
Pero hoy
nada sigue igual. El efecto del tiempo ha pasado por ambas. Sus ojos color
praliné se ven adornados por una fina línea negra que repasa todo su contorno,
y los graciosos rizos han sido sustituidos por unos cabellos lisos. Mi niña se
ha hecho grande. En su mirada veo reflejadas mis pupilas inundadas. Todos esos
años juntas acaban de pasar como un relámpago por mi mente, y ella lo ignora.
Me apresuro a sonreír, la abrazo y le pido que confíe en mí para cualquier cosa
por insignificante que sea. La acompaño hasta la puerta, conteniendo mil
palabras que desearía decirle en ese instante. Finalmente suelto un “Que te
diviertas, y ten cuidado”. Ella se gira y me sonríe. Contesta: “Siempre”, y la
miro alejarse, mientras imagino las cosas horribles que le pueden suceder
mientras no esté conmigo... sin embargo ella es feliz, y en todo caso yo
también debería sentirme así.
Sin embargo, otra sensación me invade en ese instante: Siento que he de
cuidarla con todo mi empeño, y quererla como a una hermana. Es mi niña, y como
ella no hay otra.
Carmen Rodríguez García
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